Los 52 Cuentos: El Calcetín Rojo

02-Agosto-2014

Incluso antes de decidirme a empezar con Los 52 Cuentos, me di a la tarea de buscar un sitio en Internet que me proveyese de ideas que representaran un verdadero reto de improvisación y desde luego que lo encontré, este es el link: http://www.literautas.com/es/blog/ejercicios-de-escritura/.

Yo no me he unido a este grupo, ni siquiera he leído los trabajos que ahí aparecen pues no quiero contaminar mi idea (uno nunca sabe cuándo alguien publicó algo que podría haber salido de tu propia cabecita loca), sin embargo me encanta como reto el tomar una idea cualquiera y hacer de ella una historia que bien podría ser el inicio de un nuevo y magnífico viaje.

Quienes me conocen saben que en las últimas semanas he estado pasando por cambios muy importantes y que mi energía y creatividad han estado enfocadas íntegramente a ellos, de ahí que tuviera que posponer la publicación (e hilado) de Los 52 Cuentos ¡aunque he tenido algunos destellos de iluminación!

En fin, el primer ejercicio me supuso un buen tiempo de reflexión en el Transporte Colectivo Metro (o La Limo Naranja, como gustes) pero finalmente me llegó la idea escuchando un Podcast y… ja, ja, ja dejándome de diarrea verbal este es mi relato sobre El Calcetín Rojo.

 

Aun estando a varios metros de distancia del escenario, el atronador aplauso de su público pidiéndole volver por quinta ocasión le llenaba los oídos.

Había ofrecido una función excelente, su voz iba guiada por la intensidad de sus sentimientos; deseaba imprimir a cada armonía, a cada melodía lo que su corazón gritaba en agonía y lo había logrado excepcionalmente, trasmitió el dolor acumulado a lo largo de los años al auditorio abarrotado que la ovacionaba de pie batiendo las palmas frenéticamente, conteniendo las lágrimas, llenándola de halagos y rosas que recogió y dio a cuidar a su asistente antes de retirarse tajantemente a su camerino a solas. Necesitaba lamentarse en privado.

Habían pasado ya veinte años desde la última vez que vio los preciosos ojos verdes del único hombre que jamás amó, aún podía vislumbrar su rostro tan nítidamente como si sólo hubiesen pasado un par de minutos desde entonces ¡Si tan solo pudiese devolver el tiempo, habría cambiado tanto!

Su nombre era Henry, él era el tramoyista del pequeño teatro que alquilaba la compañía a la que por entonces pertenecía. El joven tramoyista, de rostro delicado y complexión delgada, parecía más bien un bohemio poeta de aquellos que solían abarrotar los bares en las frías noches de invierno. Henry no tenía reparos en declamar el amor que sentía por ella a los cuatro vientos pero eso la traía sin cuidado, era altanera y consideraba humillante el siquiera relacionarse con alguien tan inferior por lo que ignoraba deliberadamente al chico alejándose de él cuanto le era posible…

Pero después de un tiempo, sin que ella misma fuese consciente, Henry robó su corazón ¿quién podría culparla? Él cantaba para ella fuera del camerino mientras se cambiaba de ropa después de cada presentación; todos los días, apenas ella ponía un pie en el teatro, él le entregaba un ramo de rosas silvestres que despedían un aroma exquisito, componía poemas que escribía en pequeñas notas que ella encontraba convenientemente dispuestos en cualquier lugar del teatro en que se encontrase y cada que le era posible, susurraba a su oído que la amaba y que por ella sería capaz de lo que fuera… Sin embargo ella iba en contra de sus propios deseos y seguía mostrándose indiferente a pesar de que un millar de mariposas revoloteaban en su estómago y su corazón se revolvía en su pecho esperando el momento ideal para confesarse y decirle a Henry que ella se sentía igual. ¡Oh, cuánto se arrepintió de semejante comportamiento!

El pobrecillo Henry un buen día se armó de cuanto amor y valor tenía y juntó la paga de varios meses para hacerse con un sencillo anillo de compromiso que le entregaría pero no reunió lo suficiente para la caja que debía portarlo así que metió la joya en un calcetín rojo limpio que encontró entre sus escasas pertenencias e hizo con él una rosa que le entregó después de la última función de Navidad pero ¡maldita fuese la hora! Los nervios la traicionaron y en vez de lanzarse a los amorosos brazos de Henry se encerró en su camerino sin decir una palabra. Había destrozado el corazón de su amado y éste salió corriendo del teatro sin fijarse en nada… Y un camión se le fue encima acabando con su vida en el acto.

Para cuando reunió el valor de abandonar el camerino y hacer frente a Henry, lo único que encontró fue el calcetín rojo abandonado al pie de su puerta en vez de un lloroso joven de rizos dorados y ojos verdes al que finalmente abrazaría y besaría como ordenaba su corazón… pero al preguntar si alguien lo había visto, se topó con la imagen del dulce muchacho tendido sin vida a la mitad de la calle.

La persona que había sido hasta entonces murió junto con él y nunca más volvió a amar; no podía quitarse la culpa de aquel terrible accidente y se maldecía hasta la locura, rezaba fervorosamente noche tras noche pidiendo perdón al alma de Henry y declarándole lo que había ocurrido en realidad.

Su voz la había llevado al éxito pero estaba vacía, solamente al evocar el recuerdo de su amado su voz traslucía emoción genuina, de ahí que su actuación de esta noche hubiese sido una de las mejores de su carrera.

Haciendo acopio de entereza, decidió alistarse para recibir a los medios, la función debía continuar.

Eligió un sobrio vestido negro y lo sacudió para aligerar la tela cuando notó que algo pequeño salía despedido de él. Sintió que el aliento le faltaba cuando descubrió un calcetín rojo hábilmente enrollado en forma de rosa en la alfombra.

¡No podía creer lo que sus ojos veían! ¿Quién habría dejado un objeto tan peculiar en su camerino?, ¿Con qué sentido? No había nadie ahí además de ella que conociese su historia… Pero ahí estaba, idéntico al calcetín que veinte años atrás llevase la promesa de una vida feliz que había perdido para siempre.

Aún incrédula a sus sentidos, tomó el calcetín y lo desenrolló dejando caer en la palma de su mano temblorosa el sencillo anillo de oro que Henry había comprado para ella.

Rompió a llorar desesperada, incapaz de comprender, abrumada por lo años de angustia y remordimientos que llevaba a cuestas… y entonces, tan clara como antes, la voz de su amor recitando un poema de su autoría:

Cuando no puedas dormir,                                                                                                               yo calmaré la tempestad por ti.

En tu tristeza, yo secaré tus lágrimas.

Cuando me necesites,                                                                                                                     yo seré quien camine a tu lado.

Yo seré quien termine con todos tus miedos.

Al alzar la vista, por increíble que fuese, se encontró con Henry quien le sonreía radiante, tan hermoso como lo recordaba con su cabello de rizos dorados y sus ojos verdes que parecían contener toda la felicidad que a ella se le había escapado.

Y ahí donde las palabras fallaron,                                                                                                   aprendí a entender lo que se escondía en tu voz.

Henry se inclinó sobre ella; con el dorso de su mano, cálida y suave, secó sus lágrimas, después tomó su mano derecha y colocó el anillo en su lugar, después la besó, completando el acto que debió haberse llevado acabo años atrás.

Por fin las cosas eran del modo en que debían ser.

No mucho después en todos los medios se anunciaba el repentino deceso de Christine Simmons, la famosa cantante que sufrió un ataque cardiaco fulminante al interior de su camerino minutos después de haber ofrecido un magnífico concierto.

El forense al rendir declaración haría como acotación que Christine había muerto en paz “jamás la vi más hermosa, tenía una sonrisa preciosa”.

Fin.
Escribo todos mis relatos a mano antes de transferirlos al formato digital así que cuando terminé este relato me dolía la mano horriblemente pero, en serio, no pude detenerme hasta que el tejido estuvo completo, cuando las palabras fluyen así, es casi un pecado dejarlas ir.

Por ahora me retiro, dejaré que mis sueños sean musicalizados por mi banda favorita 1.2 (que algún día iré a ver en vivo a Finlandia), comparto contigo la canción que inspiró en buena medida el relato: Temple Of Thought de Poets of the Fall.

Y por si estás de humor para algunas historias de teatros embrujados (muchos de ellos en nuestra amada –odiada- Ciudad de los Palacios), aquí tienes el link para el Podcast que también sirvió para dar vida a este relato.

http://www.ivoox.com/cuarto-menguante-teatro-embrujado-audios-mp3_rf_3333721_1.html

Que el camino salga a tu encuentro. Que el viento siempre esté detrás de ti y la lluvia caiga suave sobre tus campos. 

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