Los 52 Cuentos: Trilogía de la Reencarnación

8 de Noviembre de 2014

¿Alguna vez has oído eso de «ya no siento lo duro sino lo tupido»? Eso me pasó estas semanas, ni siquiera logré conectar como hubiese querido con los espíritus que nos visitaron hace apenas una semana o celebrar Samhain como se debe pero de menos ya puedo descansar tranquilamente y dedicar el tiempo a mis dulces aficiones.

Si me lo preguntan, yo sí creo en la reencarnación. Creo que nuestras almas deben aprender y dar muchas cosas al mundo antes de reunirse con la Gran Energía a la que llamamos Dios, es algo así como lo que se ve en Más allá de los Sueños. 

De niña, tuve un par de sueños que entonces no atribuí a nada especial… y francamente ni siquiera debí haber tenido si los sueños no son más que la «auto limpieza» de la consciencia; quiero decir ¿por qué una niña de cinco años soñaría con cosas como las que estas historias van a contarte?

Hacía tiempo había deseado poner en palabras los recuerdos de los sueños de «reencarnación» que me quedan; probablemente fueron más pero estos son los que han sobrevivido en mi memoria durante al menos veintiún años.

¿Por qué ahora? Simplemente porque sí… En buena medida se debe a un breve viaje que tuve que hacer la semana pasada que me recordó al primer relato de esta ocasión así que ¿por qué no?

Aquí te presento, mi Trilogía de la Reencarnación.

1. El Autobús

Ahí vamos de nuevo, el chofer ha encendido el motor y la gente aborda el vehículo ocupada en sus propios asuntos mientras yo me coloco en mi lugar favorito casi al fondo del autobús, justo frente a la puerta trasera desde donde puedo ver a todo aquel que suba o baje de la unidad en nuestro recorrido a través de las calles de esta caótica ciudad.

También me gusta ver a través de las ventanas; las luces de los autos, la gente caminando, los edificios iluminados… Aunque sé que hay algo en ellos que es ajeno a mí, me fascinan, componen un espectáculo que no puedo dejar de contemplar aunque me provoque ansiedad y tristeza de tanto en tanto… Bueno, me basta con volverme de nuevo al interior y concentrarme en mis breves compañeros de viaje.

Siento predilección por los ancianos y los niños aunque últimamente estos me crispan los nervios, «los niños ya no son como antes», diría mi mamá… Supongo que es por ella que prefiero a los ancianos, mi vieja era dura pero siempre nos amó profundamente, a mí y a mis cuatro hermanos y tenía las agallas para sacarnos adelante a pesar del borracho que la abandonó apenas nació el más pequeño, Benjamín.

Ah, ahí están otra vez las lágrimas, pensar en mi familia es otra de las cosas que prefiero evitar así que me concentro en las conversaciones de la gente. Algunos deben ir a cenar, otros tantos hablan sobre familiares a los que irán a visitar y otros tantos sobre política y sobre cómo el país se está yendo al demonio. Los nombres de los culpables nunca son los mismos pero sí los problemas…

No obstante sí hay algunos cambios en los que incluso alguien como yo repararía, en estos días la gente parece haberse encerrado en sí misma, van con esas curiosidades a las que llaman audífonos (chícharos de plástico que no se parecen en nada a los cascos carísimos que yo conocía) conectados a esos otros curiosos aparatos de plástico que parecen pequeños televisores y que ellos llaman celulares ¡cuánto me llaman la atención esos artefactos! Me paso horas intentando descifrar su mecanismo desde mi posición limitada e imparcial. Es como tener frente a mí un invento salido de un viejo episodio de Star Trek al que todo mundo puede tener acceso además, claro, de mí…

Oh, pero es tan triste que la gente pase sus días tan aislada… Ellos no se encuentran en mi situación y no obstante parecen tan solos…

Si alguien pudiese escucharme, habría reparado en mi profundo suspiro pero ninguno lo hace, nadie se fija en mí… y no es que me importe hasta que me fijo en una pareja de jóvenes que viaja apenas a un par de asientos de mí y llegamos a una parte de la ciudad que conserva el alumbrado ambarino que dominaba en mis tiempos la vida nocturna de la metrópoli…

Mi respiración se acelera y empiezo a caer en el abismo abrumada por los recuerdos que no quiero ¡no quiero! Sin embargo ahí están…

No sé qué día de la semana sería aunque probablemente sería sábado o domingo pues era cuando la banda se reunía. Yo estaba sumida en un éxtasis sentimental pues él había compuesto una canción para mí que acababa de tocar en el teclado eléctrico. Los chicos de la banda también estaban ahí y aunque encontraban todo aquello cursi, sonreían y aplaudían condescendientemente…

Oh sí, ahora lo recuerdo, era un domingo, los ensayos se hacían los domingos pues ese era el día en que los chicos debían rendir… cuentas.

A mí nunca me involucraron y de hecho no me importaba lo que hacían, para entonces el negocio de las drogas ya era redituable y… mientras me quedara callada y al margen, él y los demás podían hacer lo que se les diera la gana.

Aquella noche me llevaron con ellos a la entrega de cuentas y… creo recordar el miedo que me daba la guarida de «El Chacal», su jefe. El lugar estaba en una calle muy oscura con una escueta puerta de latón pintada de rojo iluminada por un único foco que destacaba en medio de aquella oscuridad.

Yo jamás puse un pie detrás de aquella puerta, esa noche me quedé esperando afuera en compañía de la novia de uno de los chicos a quien no recuerdo particularmente…

Él y yo nos despedimos del resto de los chicos apenas dejaron aquel lugar horrible y nos dirigimos a la avenida donde pasaba el autobús que nos llevaría a mi casa, incluso en el camino me detuve a telefonear a mi madre desde uno de los teléfonos públicos que antes eran tan comunes.

Al igual que todos mis compañeros actuales, él y yo subimos al autobús, nos sentamos más o menos a la mitad de la unidad y mientras él me tarareaba la canción que en el teclado sonaba como una pieza clásica de piano en sus labios era una canción de cuna, se subieron dos tipos con pasamontañas cubriéndoles la cara y apuntándoles a todos con pistolas pero sólo estaban interesados en nosotros…

No recuerdo mucho de lo que pasó después, sólo un intenso calor en la boca del estómago que fue donde me dispararon y después…

Bueno, después de eso todo es siempre frío y oscuridad hasta que el chofer enciende las luces y yo desaparezco inmediatamente como si mi ¿existencia? estuviese ligada a que las luces del autobús que recorre esta ruta se enciendan apenas se meta el sol.

No hubo para mí un largo túnel al final del cual me estuviese esperando alguien, tampoco hubo una luz cegadora que me llevase a ‘otro lado’… Simplemente hubo un corto periodo de oscuridad que fue como un sueño profundo, un sueño en el que me sumo lo quiera o no día tras día apenas se apagan las luces.

La gente habla ya del dos mil quince, eso significa que ya han pasado… cuando menos veinticinco años desde la última vez que vi a mi madre, a mis hermanos, a mis amigos y a… él… ¿A dónde se ha ido y por qué sólo yo estoy aquí atorada en esta ruta que debería haberme llegado a casa?

Supongo que estoy pagando el precio de mi silencio pero ¿por cuánto tiempo más habré de ver el mundo cambiar en este limbo? No puedo pensar en mi madre que, si sigue viva, debe ser ya una anciana como las que me gusta contemplar; mis hermanos, incluido Benjamín, ya dejaron de ser jóvenes hace tiempo y él… ¿por qué me dejó aquí sola?, ¿a dónde fue su canción?, ¿por qué sólo yo estoy atrapada consciente a medias de mí misma y del mundo que me rodea?

He intentado escapar incontables veces pero lo único que consigo es volverme a sumir en la oscuridad y despertar arriba del autobús cuando el chofer enciende las luces.

Invisible, ajena, atemporal… muerta.

2. La Puerta Verde

Aún caían algunas gotas de lluvia en el toldo rayado del café y el ambiente olía a humedad y granos de café tostado, probablemente el mejor aroma del mundo, al menos para ella.

Cuando su hermano fue a buscarla después del trabajo y la invito al Grand Café, aceptó de inmediato, echaba mucho de menos las salidas como aquella.

Su hermano y ella se criaron en París, sus padres se habían mudado allá cuando la situación en México se tornó caótica a principios de siglo y su padre, un estupendo músico, rápidamente se colocó en la orquesta del Teatro de la Ópera Nacional de París así que crecieron rodeados de música, poesía, pintura, cine y cualquier otra forma de arte que la cité les brindara.

Pero todo acabó cuando su padre murió.

Era una tarde de finales de verano y había llovido toda la tarde, su madre y ella se encontraban en su ‘estancia amarilla’ escuchando un disco con una grabación de Verdi mientras preparaban sus vestidos para la ópera cuando su hermano y el director de la orquesta llegaron corriendo para decirles que su padre había tenido un accidente y se encontraba en el hospital. No sobrevivió la noche.

Las siguientes semanas fueron de absoluto pánico. Su vida hasta entonces bañada de una luz dorada, de pronto se tornó gris y desconsoladora, todos extrañaban la voz de papá cantando, riendo, recitando poesía y componiendo nuevos arreglos y canciones que después la orquesta interpretaría como parte de sus funciones habituales. El dinero también comenzó a escasear, por entonces su hermano estudiaba en el lycée y ni su madre ni ella necesitaban hacer más nada que el ganchillo y tomar el té… y para ella los paseos con Hugo.

Ah, Hugo, el compañero de clases de su hermano quien había logrado convencer a su padre de pretenderla formalmente. Mon coeur Hugo y ella solían pasear por la rivera del Sena, Notre Dame y Mont Parnasse, incluso habían tenido una visita a Champs Elisées y Hugo le regaló el bouquet de rosas más hermoso…

Pero debieron separarse, su madre no soportaba vivir en París sin su padre y en México ella tenía una pequeña fortuna y algunas propiedades herencia de su abuela así que los tres empacaron de regreso a un país y a una ciudad sobre la que habían escuchado toda la vida pero que se les antojaba un territorio salvaje y hostil. Hugo debía quedarse en París junto con su antigua vida, la poesía, la puntura, el cine y sobre todo, la música.

En México, se mudaron a una casa en la Colonia Roma donde la gente los miraba con recelo y a sus espaldas les llamaba los franchutes pero no se metían en sus asuntos y en general eran agradables con ellos. Su hermano consiguió empleo como el asistente de un prominente abogado de la calle de Donceles y planeaba ingresar a la facultad de Derecho de la Universidad tan pronto su trámite de migración fuese regularizado. Su madre también se mantenía ocupada haciendo de compañía de una vieja amiga de su abuela y ella había decidido ofrecer sus servicios como tutora de francés de los hijos de un matrimonio vecino, así sus días en México empezaron a cobrar una rutina que no era desagradable pero…

– Carece de la vitalidad de París. Ah, extraño tanto la música, las fiestas…

– A Hugo -interrumpió su hermano.

– Por supuesto.

– ¿Has recibido cara suya?

– Hace una semana llegó pero mucho temo que la distancia termine separándonos irremediablemente.

– Ivonne Lacroix también tenía el ojo puesto en él.

– ¡Oh, sí que eres terrible Enrique!

– Ja, ja, ja, es una broma cariño. Hugo está enamorado de ti y apenas termine el curso, vendrá a pedir tu mano con mamá, me lo dijo en la carta que recibí ayer.

– Mon Dieu! C’est ne pas posible! ¿Estás hablando en serio?

– Absolutamente.

– ¡Ah, me haces tremendamente feliz!

– Pero debes esperar a que él lo mencione, me pidió guardar el secreto.

– Y tú eres el peor confidente.

– No podría guardarle ningún secreto a ma petite. 

– Tienes que comprarme un sombrero nuevo en El Palacio, anda, anda.

– Ja, ja, ja, Hugo no vendrá a México hasta el año entrante.

– ¡Pero tengo que empezar a comprar ropa para entonces!

– Ja, ja, ja, no necesitas esas csas para verte hermosa.

– Lo dices porque eres mi hermano.

– Lo digo porque es cierto.

– Ja, ja, ja.

Tanto su hermano como ella solían frecuentar el centro de la ciudad pues ahí parecía haberse trasladado con ellos una pequeña parte de París; el magnífico Palacio de Correos, El Centro Mercantil, El Palacio de Hierro  y muchas residencias que compartían el gusto de sus dueños por el Art Noveau con el que ellos se habían criado en Europa. También habían comprobado con deleite que en la ciudad podían encontrar una amplia variedad de cafés y restaurantes que si bien no compartían el mismo espíritu de los parisinos, ofrecían un café de mucho mejor sabor y un pan con más cuerpo.

– Allons-y, mamá va a empezar a preocuparse por ti si no estamos de regreso antes de las siete.

– Agh, a veces desearía haber nacido hombre.

– Chére, ¿aquí vamos de nuevo con tu diatriba feminista?

– Bien sûr! ¿Es acaso que no puedo hablar siquiera con mi hermano?, ¿acaso debo quedarme callada como una muñeca?

– Ah, Hugo va a tener mucho trabajo…

– ¡Hugo es un librepensador que comparte mi postura!

– Sí, sí, me lo contarás todo en el tranvía. Allons-y, allons-y!

Si había algo que extrañaba de París eran las mujeres de libre pensamiento y acción a las que, en algunos casos, consideraba sus amigas. Ellas eran dueñas de sí mismas; bailaban, asistían a reuniones, escribían, pintaban, algunas incluso mantenían sus propios negocios sin el subsidio de un hombre… Ella aún no las comprendía del todo, pero las admiraba profundamente. En cambio en México…

– ¿Por qué las mujeres no son más que otra pieza de mobiliario? No lo entiendo ¿cómo puede cambiar tanto la gente de una país a otro?

– Bueno ma petite, las circunstancias son muy diferentes.

– Cuando me case con Hugo, si tenemos una hija, le exigiré que le enseñe filosofía como a cualquier varón.

Bajaron del tranvía en la esquina del Teatro Follies cuyo único atractivo era su fachada dorada con vitrales Tiffany de color azul en tanta abundancia como nunca había visto. Ahí siguieron conversando:

– En verdad quisiera que aquí hubiese algunas parisinas.

– Moi aussi!

– Ja, ja, ja, no de las que alimentan tus fantasías, hermano. Quisiera mujeres como las que escriben para Stein, las que caminan de la mano a las fiestas con Hemmingway y Picasso.

– ¿Y tú qué sabes de esas mujeres?

– No soy sorda ni ciega, no es como si nunca me hubiese topado con ellas. Las envidio pero dudo tener el coraje para ser como ellas.

– ¿Cómo puedes saber que aquí no hay nadie como ellas?

– La libertad. La libertad les delata y aquí simplemente no hay tal.

– Vale, bien podrías empezar por serlo tú.

Empezó a reírse al tiempo que distraídamente cruzaba la calle con la vista fija en la puerta verde de su casa, un verde muy bonito que le recordaba la primavera, los parques en los que solía jugar de niña, Champs Elisées de la mano de Hugo y la promesa de un futuro abundante y brillante.

Viendo así la puerta, ensimismada, no vio el automóvil negro que a toda prisa dobló en la esquina y que no se detuvo por su causa arrollándola fatalmente en un instante. No sintió nada, no pensó en nada. No escuchó los gritos aterrados de su hermano y su llanto pidiendo una ayuda inútil. Sus ojos se cerraron para siempre mirando la puerta verde.

Y… hay un tercer sueño, desde luego, pero ese es tan… misterioso y hermoso que no comprendo aún su significado ni su importancia, en todo caso no sería capaz de hacer con él ninguna historia, quizá hasta que descubra del todo lo que significa y eso puede que sea hasta el final de mis días, a cambio me he inventado un relato basado en un detalle personal que parece no tener sentido: no soporto tener nada pegado al cuello, ni blusa, ni collar, ni prenda alguna. En broma siempre digo que morí ahorcada en otra vida así que, juguemos un poco con eso.

3. La Horca

El rítmico tamborileo de los músicos oficiales me acompañó todo el día, desde que me desperté hasta que me hicieron subir a la carreta con destino a…

No, no puedo pensar en mi final, deseo mantenerme firme, serena, digna hasta que me llegue la hora. No pretendo darles la satisfacción de verme aterrorizada y agitada como al resto de los incautos que envían… a su final como ahora me envían a mí.

Supongo que ya era mi hora, me empeciné a vivir sola y cultivar mi jardín de hierbas medicinales a las afueras del pueblo alejada de todos quienes de tanto en tanto venían a mí en busca de algún remedio para sus males. Era cuestión de tiempo que me tomaran por Bruja.

Bien, ya no importa nada de eso, para nada, sólo está la horca que me partirá el cuello en cuanto se abra la trampilla… ¡Dios, tengo tanto miedo! Podría empezar a llorar ahora pero no lograría nada además de humillarme y eso sería insoportable.

El tamborileo se hizo más fuerte a medida que la carreta se aproximaba al templete que habían colocado al centro de la plaza. La gente me abuchea, me lanza comida descompuesta y algunos incluso me escupen pero me trae sin cuidado, ninguno de ellos me importa.

Los oficiales me sacan de la carreta con asombrosa amabilidad mientras me colocan en el templete y me colocan en la plataforma… Dios, por favor haz que me parta el cuello en el acto y haz que mi jardín siga creciendo aún sin mí… y lleva mi alma a encontrarte.

Fin.

Este fue un ejercicio interesante pero no pretendo mantenerte más tiempo aquí, mi adorado lector, simplemente compartiré contigo la única canción que inexplicablemente me pone nostálgica cada vez que la escucho:

Que guardes en tu corazón con gratitud
el recuerdo precioso
de las cosas buenas de la vida.
Que todo don de Dios crezca en ti
y te ayude a llevar la alegría
a los corazones de cuantos amas.

Deja un comentario