Los 52 Cuentos: Las Horas Nocturnas

¡Ha pasado un tiempo desde la última vez que me tomé un momento para compartir una de mis historias! Aparentemente es una constante en mi vida que los cambios más significativos se den en la segunda mitad del año… Pero lo que hoy nos ocupa no tiene nada qué ver con esos cambios sino con mi determinación de dar forma propia al oficio que elegí, tan distante de esa profesión metódica, calculadora y materialista que ocupa casi por completo mis días.

Hace un par de semanas di el primer paso para dar forma a ese oficio dulcísimo y liberador y como parte de ese paso, he estado desarrollando ideas que tienen un potencial enorme y considerando la fecha (16 de Septiembre) y que estoy tomando un breve respiro del día a día, decidí que la historia que nos reúne en esta ocasión es de lo más apropiada.

Sin más rodeos qué dar, te presento Las Horas Nocturnas

«Apenas puso un pie fuera del avión, pudo notar cuán contaminado estaba el aire; habría podido jurar que con sólo un poco de presión entre sus manos podría convertirlo en una masa gris y venenosa. Suspiró resignado, no había nada qué hacer al respecto.

El auto que había rentado desde su oficina en Nueva York lo llevó entre un tráfico abrumador hasta el hotel donde una lujosa y cómoda habitación le esperaba.

Se tumbó en la cama, bajó la pesada persiana electrónica pulsando un botón en el iPad que controlaba todo en la habitación y apagó todas las luces con la esperanza de que la oscuridad y el silencio apaciguaran la agitación en su interior pero después de diez minutos terminó por admitir que cualquier intento sería inútil, cada célula de su cuerpo reconocía la tierra en la que se encontraba y pugnaba por reconocerla aún cuando cada paso le hiriese el corazón.

La tierra que era su madre le reclamaba.

Tomó su cartera y su teléfono y abandonó el hotel por pie provocando las miradas extrañadas del personal que no dejaba de insistir en conseguirle un taxi pero los ignoró con contundencia. Necesitaba caminar.

La avenida que lo recibió se jactaba desde hacía siglo y medio de ser la más bella de la ciudad. Había sido proyectada por aquel ingenuo príncipe austriaco que intentó cambiar el rumbo de la revoltosa y joven nación, atravesaba la ciudad de norte a sur y, tenía que admitirlo, no era tan detestable de recorrer. La Diana, El Ángel, Cuauhtémoc y Colón eran obras de arte notables aunque la gente apenas parecía reparar en ellas, absortos como estaban en la psicosis de su ritmo de vida.

Una sonrisa afloró en sus labios, había cosas que nunca cambiaban; aún en sus tiempos, los pobladores de aquella tierra tenían una vida en continuo movimiento…

Antes de darse cuenta, había llegado a la antigua calzada que llevaba a Tacuba; aquella era la antesala del corazón de la ciudad.

Inevitablemente su propio corazón se revolvió reconociendo su tierra natal.

La Alameda había sido remodelada y llenada de luces de colores; abriéndose al oeste, el hermoso Palacio de Bellas Artes que estaba primorosamente iluminado para exhibir su belleza. La eternamente repleta calle de Madero rebosaba de transeúntes que iban y venían de tienda en tienda y de bar en bar, además la vía había sido tomada por artistas callejeros disfrazados de toda clase de personajes para que la gente que lo deseara se tomara una fotografía con ellos por un poco de dinero… Pero su mente viajaba más allá del bullicio y reparaba los detalles en los que nadie más parecía interesarse: la fachada destrozada del templo de San Francisco, la cabeza de León en la esquina con Motolinia que indicaba el nivel del agua en la inundación de 1629, el templo de La Profesa que tantas historias determinantes en la vida nacional había visto fraguarse y el edificio que a principios del siglo anterior fuese la joyería más notable de la ciudad… En apenas unos metros su mente recorrió siglos de historias y momentos…

Pero nada podía compararse a la visión de la Plaza Mayor.

Por un momento sintió que iba a desfallecer, el peso de sus recuerdos amenazó con aplastarlo.

Sus ojos no parecían ver la estéril plancha de cemento en cuyo centro se erguía la bandera tricolor, tampoco veían los edificios ‘gemelos’ del ayuntamiento, el solemne Palacio Nacional o la Catedral que en algún momento le pareciera magnífica. No, sus ojos veían lo que él conociera como su hogar: los majestuosos templos dedicados a sus dioses, esas entidades sobrenaturales que gobernaban cada aspecto de su vida; la guerra, el agua, el sol, la luna, el viento, la noche y la muerte.

La belleza para siempre perdida de los edificios cubiertos de estuco coloreado y de las calles de agua que todo su pueblo sabía recorrer vino a su mente en un aluvión de recuerdos que le llamaron a la nostalgia.

La música de tambores y caracoles, las ceremonias y fiestas religiosas, el misticismo de la gente de su clase y de los macehuales… ¡Todo le había sido arrebatado!

Años antes de que Cortés y sus esbirros cambiasen para siempre el curso de la historia, él había sido un niño que estudiase en el Calmecac todas las habilidades y conocimientos propios de un sacerdote, y no uno cualquiera sino un sacerdote de Tezcatlipoca, el espejo ahumado, señor del viento del norte y de lo oculto. Él había predicho la caída de su pueblo y había visto a los hombres blancos que llevarían a su gente al borde de la aniquilación, pero no vio al intruso que lo raparía a él y a su espejo de obsidiana pulida y que lo convertiría en un Errante de los Siglos arrebatándole para siempre su ciudad, aquel paraje de aire eternamente limpio y cielo azul, su Tenochtitlan.

Cuando fue raptado sólo contaba los catorce años, cuando el estúpido y egoísta experimento de su captor le maldijera a la vida eterna sólo tenía diecinueve pero no le fue posible regresar a la tierra de la que recibiera su primer aliento de vida hasta que contase con más de ciento cincuenta años… y cuando llegó, todo había cambiado, cuanto había conocido había sido reducido a escombros que servían de cimiento a los edificios construidos por los conquistadores y de su pueblo sólo quedaban algunos descendientes, en su mayoría mestizos que apenas conservaban algunos de los rasgos que alguna vez les caracterizaron.

Podía asimilar el paso del tiempo en cualquier otro lugar del mundo pero no conseguía admitirlo en aquella plaza.

Su corazón lloraba desesperado y malherido pero consiguió mantener la compostura, dio media vuelta y volvió sus pasos sobre la calle de Madero. A pesar de su centenaria edad, todavía necesitaba un trago en el que ahogar su pasado.»

¡Listo! Este ejercicio surgió de una frase propuesta: Cuando llegó, todo había cambiado.

Mis compañeras de curso desarrollaron ideas completamente diferentes y a mí particularmente me tomó un tiempo llegar a desarrollar esta hasta que me gustó, sin embargo siempre tuve claro de qué hablaría: de mi Príncipe Errante, uno de los personajes principales de la segunda parte de mi trilogía… Algún día te lo presentaré.

Como siempre además incluyo el Soundtrack de esta historia:

Que el viento sople suave sobre ti hasta que volvamos a encontrarnos.

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